miércoles, 7 de enero de 2015

"VOLVER". Parte 1.



VOLVER
PARTE 1



Su patrimonio consistía en las huellas que deja el amor cuando arrasa, cuatro álbumes de fotos que ignoran la felicidad que encierran, y mil promesas que no serán cumplidas.

En el haber, una licenciatura en historia a la que nunca encontró utilidad alguna, pero que le proporcionó cinco de los mejores años de su vida, tres años secretaria en un despacho de abogados, y una paga social de cuatrocientos veintiséis euros.

En el debe estaba todo lo demás: el alquiler que no pagaba, los recibos que debía, la ropa de prestado, y las necesidades alimenticias de cuatro niños en pleno crecimiento.

Dos semanas  ya sin noticias suyas, y allí estaba, con su larga melena castaña recogida en una coleta y la cabeza echando humo, intentando cuadrar un cúmulo de números que sin pausa y con prisa la conducían al infierno.
Aquel por el que dejó todo, amigos, ciudad, familia, no estaba. Salió un sábado por la tarde, una tarde de fútbol como todas. Como siempre, unas monedas en el bolsillo y la tarjeta de residencia por todo equipaje. Un equipaje sin maletas ni enseres, puesto que todo estaba en su sitio.

Nadie le había visto en el barrio, al teléfono no respondía y cuando fue a la caja de latón en la que guardaban sus ahorros, confirmó sus sospechas.  En ocasiones, no se podía explicar cómo había dejado a esos hijos que tanto decía querer y parecía amar, en otras, cuando repasaba minuciosamente los últimos meses de convivencia, las señales le parecieron innumerables, habían desaparecido imperceptibles gestos de cariño, sonrisas y miradas cómplices, frases de consuelo, y ahora era consciente de aquellas ocasiones, en que la miraba ciego con media sonrisa de traidor a jornada completa. 

Desde su abandono, lo peor no fue la conciencia de que el llanto era una extravagancia que no se podía permitir, sino la constante presencia de su madre como una mariofanía, y su “ya te lo dije”.

Ahora escuchaba a todas horas, lo que antes no había querido oír. Los comentarios maliciosos, se habían convertido en martillos a los que no era capaz de oponer resistencia, “niña si es pequeño como una pulga”, “niña es renegrido y achinado como un mono”, “niña te hará un bombo y te dejará sola” y otras lindezas difíciles de asimilar.
Esa dura mujer de noble cuna catalana, única habitante de un piso señorial y en propiedad en Pedralbes, heredera de un imperio hostelero vendido al mejor postor por falta de talento empresarial en la familia tras la muerte de su marido, nunca pudo aceptar que su única hija se enamorara de Washington Wilson Pilaquinga Rodríguez, y constantemente lamentaba “hija, ¿dónde vas con un hombre llamado así? Eso no es serio”. Ella siempre respondía desafiante “¡Como si Claramunt Gramunt sonase a música celestial!” Las más de las veces la respuesta de su madre era un “niña no te pases”, y si no estaba pendiente de haberse alejado unos metros, dejaba estampada en sus morros una grácil torta.
Lo único que le gustó a su madre de Washington y que según ella, era lo único que separaba  a éste de la selva, es que la trataba de usted, algo que siempre le pareció una muestra de buena educación y respeto.

Ella en cambio se enamoró de su gracia y sus maneras. Su primera pregunta fue “¿quiere bailar?”, y no el dichoso “¿estudias o diseñas?”, tan de moda en la época.  Mientras sus cuerpos se movían al ritmo de la música, de sus  bocas se escurrían ocurrencias banales que les hacían reír, y ella disfrutaba de aquellas pequeñas incomprensiones que ocasionaba la incapacidad  total de él para reconocer una ironía. Se dieron los nombres y los teléfonos cuando se despidieron en la puerta del local. ¡Tanto hablar y casi lo olvidan! De él sabía que había  llegado a España hacía un par de meses con su hijo, autorizado el viaje por una madre “lisensiosa” decía él, y deseosa de librarse de un mocoso de tres años que sólo era fuente de trabajo y mierda. Él sólo sabía que aquella mujer alta y delgada tenía una sonrisa de la que querría estar acompañado el resto de su vida.

Si el padre la enamoró al primer baile, el pequeño Wilson Esteban sólo necesitó un segundo, y en cuanto extendió sus brazos hacia ella, la devoción de ambos fue absoluta.

Si el noviazgo fue tormenta, la boda fue un relámpago discreto, de esos que estallan con luz y sin rugido, como corresponde a una boda de íntimos muy íntimos. Su madre se quedó compuesta y sin organizar nada. Un inmigrante dedicado a las más humildes labores que la construcción proporcionaba, no era la aspiración de las niñas de buena familia, por mucho magisterio que el muchacho hubiera impartido en su patria.

Al año nació su primogénita, Aurora, tan morena como su padre, y con los ojos avellana y chispa de su madre. De su abuela heredó el nombre, por aquello de ver si esa bruja se ablandaba, pero esa mujer poseía un corazón incorruptible a la ternura.

Los inicios no fueron sencillos, la gran ciudad exige sacrificios constantes para pocas recompensas, y después de una loca noche de sexo, amor y confidencias, decidieron poner un mar por medio. De todas las islas cercanas, ella recordó felices vacaciones infantiles en una Menorca virginal y hippy, hicieron su equipaje, y en menos de dos meses un aire tramontana les recibía en el aeropuerto de Maó.

Encontraron su lugar en el mundo, y allí nacieron sus hijas menores, tan morenas como su padre y con los ojos de su madre.

Ahora volver a la casa materna no era una opción. Odiaba el ya te lo dije, y su madre odiaba a sus nietos, a los que muy piadosamente llamaba mestizos. Aunque hablaban todas las semanas, el interés mostrado por las criaturas no superaba las convenciones de la caridad cristiana. ¿Cómo iba a aparecer ella allí, en Barcelona, abandonada por su hombre, y acompañada del adosado del sur y sus tres flores?

Las reflexiones de Estela cesaron cuando el teléfono comenzó a sonar con violencia. Su amiga Elena le ofrecía nuevamente trabajar de camarera de pisos en un gran hotel de un pueblo cercano. En dos días comenzaban. Horario acostumbrado. Esta vez había tenido suerte, abril aún no asomaba tras la esquina y tenía contrato, preludio de que podría trabajar seis meses. Reanudó el conteo, y el debe y el haber comenzaron a encajar como un tetris: en diciembre era previsible un balance saldo cero. Un suspiro cerró sumas y restas, una fiebre limpiadora se apodero de ella, y comenzó a organizar la intendencia de su casa.

El día señalado abandonó su domicilio a las siete de la mañana, aunque la jornada comenzaba a las ocho, su compañera siempre regalaba media hora de trabajo, ella no estaba muy de acuerdo, pero no quería dejar a la otra con el culo al aire. En casa, además, tenían la mala costumbre de querer comer todos los días.

Wilson se levantará a las siete y media, y entre él y Aurora, prepararán desayunos, y ayudarán a vestirse a las dos pequeñas. Irán juntos al colegio, y cuando ella tome un respiro para un café, revisará su móvil. Todo ok.

La mañana transcurrirá según lo previsto, todo marcha a medio gas, menos ellas, que sobrevuelan salones, terrazas, office, pasillos, veintiséis habitaciones cada una con sus veintiséis baños, sin pausa. Todo es una imitación de limpieza y eficacia, que lo que ocultan es la necesidad y la miseria que otros disfrutan desde sillones de cuero, y secretarias rubias que hacen estupendos trabajos bajo mesas de roble rodeadas de pudientes manzanas mordidas.

Cuando llegan las cuatro, los riñones protestan, las manos tienen sed, y el cansancio invita a la huida. Pero hay novedades, llegan nuevos viajeros, abrirán otra planta y han de quedarse a revisar camas, toallas, jaboncitos, que no falte de nada, cuando se pueda les darán un día libre como quien da limosna, y todas comen deprisa, apelotonando sabores y platos, y pidiendo al cuerpo, aun no acostumbrado, que no se relaje, que los músculos respondan, que no fallen las manos ni los rápidos reflejos que divisan manchas de polvo invisibles para ojos no expertos, o huellas ocultas en espejos malditos que protegen secretos de armarios vacíos.

Estela aprovecha para llamar a sus niños, todo bien mamá, todo bien.

Mientras ellas retoman el ritmo, en la casa, los niños deciden preparar la cena. Sopa y tortilla. Incluso la pequeña Carmen, sólo seis años, quiere ayudar, y cuando acaba de batir huevos, decide por su cuenta ayudar con las patatas, y todo se tiñe de sangre y llanto, los niños corren hacia el baño, y la sartén sigue al fuego crepitando... CONTINUARÁ
©Mª Luisa L. Cortiñas

Enlace Segunda parte del relato

"Volver" es uno de los trece relatos de "Semana de prodigios" (por si alguien tiene prisa).


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