viernes, 13 de marzo de 2015

LA DIOSA DE LA VENGANZA




La diosa de la venganza

Yo no aprendí a leer, no por ser mujer, a finales del XVI cuando nací, era una actividad poco común también para los hombres.

Sí conocía bien el olor del aceite de linaza y la trementina, también los tonos rutilantes de la azurita, del rojo carmín, el oropimente, y el tierra verde.

Mi padre, Orazio, me enseñó los secretos de las sombras y las luces, y yo quedé allí atrapada como mosca en tela de araña, perdida entre ricos ropajes de mujeres poderosas y altivas.

Pero ustedes saben la verdad, ustedes conocen de buena mano lo vulnerables que somos las mujeres a los halagos y las mentiras, sobre todo cuando provienen de seductores experimentados.

Cuando mi padre ya no podía enseñarme más, y las academias pictóricas no me admitían en sus filas por ser mujer, decidió dejarme en manos de Agosto Tassi, un don Juan casado, cómo bien supe después, que tras violarme y ultrajar mi honor no quería pagar las consecuencias. Me dejé torturar por médicos y legulellos de diverso pelaje, esperando que él recibiera justo castigo. Fue desterrado, pero eso nunca fue suficiente pago para la constante humillación sufrida con diversos artilugios de tortura médica ¡espero hayan evolucionado!

Después del teatro judicial, mi padre preparó un matrimonio rápido con un hombre de bien, para reponer mi honor lo antes posible. Me trasladé a Florencia e inicié una nueva vida, pero una no olvida fácilmente.

Así fue como un día, una vez me topé con la historia de Judith, una gran mujer, decidí comprar un lienzo grande; casi dos metros de alto por metro sesenta y dos de ancho, a su lado yo me sentía una hormiga armada de color y pinceles, y tramé mi venganza. Premeditación y alevosía, que diría un juez.

Decidí una composición triangular tanto pictóricamente como de personajes, ¿Cómo iba yo a olvidar a la señora Tassi? Mujer tan engañada y ultrajada como yo misma. Y entre sombras negras, las dos nos pusimos a la artística labor de decapitar al villano, yo empuñando la espada y deslizando el filo elegantemente y con firme pulso por su cuello, ella agarrando fuertemente su brazo para anular cualquier posible defensa. Cuando en las últimas pinceladas deje desparramar su sangre sobre el lujoso lecho blanco, sentí cómo el pecho se henchía de satisfacción, y las afrentas pasaban a ocupar otro lugar en mi memoria.

A partir de ahí, pude dedicarme a lo mío, pintar y vivir de lo pintado, algo poco habitual para una mujer en aquellos tiempos.

Por cierto, creo que no me he presentado, soy Artemisia, Artemisia Gentileschi, “la diosa de la venganza” para ustedes.
® Luisa L. Cortiñas




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