viernes, 19 de junio de 2015

SEMANA DE PRODIGIOS (Parte 7)



SEMANA DE PRODIGIOS (Parte 7)



JUEVES

Los jueves le gustaban con locura, su segundo día preferido. Se levantaba hasta más joven, incluso en ocasiones sentía que sus pies no rozaban el suelo, sino que iba por la casa como un ser flotante. Desayunaba su habitual café con leche y unas tortas de maíz, al principio no sabían a nada, pero ahora anunciaban que ése es un gran día. A las nueve en punto, como cada jueves, venía Sabina, la dulce Sabina. Una colombiana de pechos generosos y andar bamboleante que hacía las tareas de casa demasiado rápido. En sus manos, trapos y escobas, eran “abanicos de dama”. Hoy, en cuanto ella llegó, salió de sus labios sin pasar antes por la cabeza:

—Oiga, señorita Sabina, ¿entiende usted algo de tintes? —pregunta mientras se levanta para coger la caja e ir estudiando el asunto.

—Algo sí. ¿Ha decidido usted ponerse guapo?

—Cambiar un poco de imagen estaría bien, ¿no cree?

—Estará usted muy atractivo sin canas y con ropa un poco más juvenil, bueno, como la que lleva hoy. Si me deja usted trabajar tranquila seguro que me quedan unos minutos para echarle el tinte. Si usted quiere, claro, y lo tiene a mano.

La cara de Sabina no salía de la sorpresa, debió pensar algo así como a la vejez viruelas.

Le gustaba seguir a Sabina cuando hacía sus tareas. Ella soportaba la persecución con estoicismo, cuando la cansaba no tenía más que entrar en la sala de música para pasar el plumero y él desaparecía como por ensalmo, y esperaba tranquilo en el salón con el periódico en la mano.

Él sospechaba que a ella le gustaba enormemente esa estancia, seguro le resultaba gracioso ser recibida por un par de atriles colocados a modo de camareros con bandeja, sólo les faltaba preguntar al visitante ¿qué desea? Fue él quien dispuso tan teatral ubicación. Le intrigarían, sin duda, las cajas de extrañas formas que estaban esparcidas aquí y allí, y que escondían instrumentos musicales que él amaba cuando la vida no había dejado de quererle. Pero lo que más llamaría la atención a cualquier visitante sería el inmenso piano de cola que llenaba todos los rincones de la estancia, sabía que Sabina lo acicalaba todas las semanas con mimo, con el mismo cuidado que tendría si él tuviese el valor de volver a acariciar sus teclas y arrancar sus notas. Pero, ¿para qué tocar? ¿Para quién? Desde aquel maldito lunes no se atrevía a entrar allí, aunque a menudo recordaba el día que el piano llegó a casa.

Maruja estaba de los nervios, habían tenido que tirar parte de la fachada para que el piano pudiera entrar. La primera planta y el jardín estaban envueltos en polvo, el camión del piano no llegaba, y los de la grúa no hacían más que señalar el reloj, para informar por enésima vez, que no tenían todo el día. La nueva casa era más grande que la que abandonaban, pero ninguno de los dos pensó en el piano, y cuando se dieron cuenta de que éste tendría que ser trasladado a una primera planta, era demasiado tarde para dar marcha atrás.

Cuando por fin llegaron los del camión, cortar el tráfico, ayudar al gruísta, y asegurar que el instrumento llegaba sin un rasguño fue todo un ejercicio de paciencia y pericia. La maniobra fue un éxito, a pesar de que esa noche, debido a los múltiples retrasos, tuvieron que dormir con media fachada abierta al cielo. Si la habitación no tuviera sus paredes repletas de estanterías, uno podría ver todavía las huellas de aquel desaguisado.

Lo que más echaba en falta del cuarto era acariciar su colección de violines. Ya no recordaba el momento en el que de pasión de coleccionista, habían pasado a ser la garantía de una jubilación sin sobresaltos económicos.

La cara de Alfonso se iluminaba y sonreía, hoy será un niño mudo y bueno. Sabía que a Sabina le molestaba que la siguiese, pero él decidió hace tiempo que lo que los demás piensen le da exactamente igual, él puede hacer ya lo que quiera.

Hoy decidió permanecer quieto y callado en el sofá leyendo las instrucciones. Él contaba con cuatro líneas y un par de dibujos, pero no. El folleto extendido era inmenso, no sabía que era tan complicado cambiar el pelo de color. Si tuviera algún nietecito travieso seguro que en dos minutos lo dejaba niquelado con un rotulador indeleble de esos, como al Mariano, que le dejaron un pelo amarillo chillón que tardó días y días en quitarse de encima. Se tranquilizó cuando cayó en la cuenta de que venía en varios idiomas. Eso él no lo veía muy eficiente. No entendía cómo funcionan los modernos éstos, por un lado todos preocupadísimos por el medio ambiente, pero entregaban folletos más grandes que periódicos para dártelo en varios idiomas de los que normalmente sólo entendías uno. Aunque vendieses en todo el mundo, ¿para qué gastar tanto en papel?
Sabina sale de la cocina, informando de que ya estaba todo en marcha. La limpieza profunda del baño de la planta baja la dejaría para el próximo día, y está ya disponible para dejarle más joven que a un bebé de pecho.

Ve a Sabina con unos inmensos guantes transparentes.

—¿Y eso? —pregunta.

—Vienen pegados en las instrucciones. Son para no ensuciar la piel. Si uno se pringa tarda unos días en quitar la mancha.

Alfonso alucinaba cuando Sabina abrió una bolsa de basura, la rajó convirtiéndola en un inmenso mantel, y se lo colocó a modo de babero. Esto era una vuelta a la infancia en toda regla.

—Para no ensuciarse, Alfonso, para no ensuciarse.


Sabina ya tenía el producto mezclado y comenzó la tarea.


—Está frío.


—No se queje, para presumir hay que sufrir.


—Eso dicen las modelos. ¡El hambre que deben pasar esas chicas!


—¡Con lo guapas que somos las generosas en carnes!


—No digas eso, que todavía no tienes ni un michelín.


—¡Qué amable es usted!


Sabina se afanaba en su tarea y ambos se distraían con temas banales.


—¿Tiene un secador?


—¿De qué?


—¿De qué va ser? De pelo.


—No sé, mi señora tenía. Si hay alguno estará en el baño del dormitorio de arriba.


Sabina se ausentaba para buscarlo, y Alfonso aprovechó para mirarse en el gran espejo del recibidor. Ridículo, está ridículo. Por unos momentos dudó de su decisión. Lo mejor era esperar a que acabase el trabajo.

Sabina bajó la escalera con el secador a modo de trofeo.

Voilà.

—Ahí estaba, ¿no? No entro en ese cuarto desde que ella se fue.

—Tiene usted la casa poco utilizada. Podría alquilar una habitación a alguno de esos funcionarios que vienen destinados por poco tiempo. Sacaría usted un dinero y compañía.

—Mientras pueda vivir así, mejor. No me acostumbraría a vivir con nadie.

—¿Y si el plan de ligar sale bien? ¿Qué va a hacer?

—Ir a vivir a casa de ella.

Ambos reían mientras Sabina contemplaba su obra, a ver si ya puedía lavar y aclarar.

—Guapísimo, ha quedado usted guapísimo. La verdad es que tiene usted unos ojos preciosos.

—Gracias, me lo han dicho muchas veces, pero yo los veo muy normales.

—No se mira usted con buenos ojos.

Cuando Sabina se fue, Alfonso corrió nuevamente al espejo, y no sabía si guapo, pero años, sí se ha quitado unos cuantos de encima. Era increíble lo que consiguían unos polvos con agua. Decían que las canas hacen atractivos a los hombres, él no lo veía así. ¿Cómo se iba a fijar una de esas robamaridos en él con su antigua pinta de menesteroso?

Esta tarde, en su partida de dominó ya se enteraría de cómo iba la cosa.
Luisa L. Cortiñas


CONTINUARÁ.
Siguiente (Este enlace no funcionará hasta la próxima semana).

Si a alguien le mata la intriga (no creo, los políticos me hacen competencia desleal) y no puede esperar, está a la venta, se puede enlazar en la foto de portada.
Del resto, ya saben, que como buena gallega, aparte de los 

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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.