viernes, 28 de noviembre de 2014

1033




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Mientras los poetas preguntan dónde se irán los sueños cuando nos dejan, otros, más prosaicos, se preguntarán dónde acaban las armas que abandonan las guerras.
Érase una vez un país belicoso que amaba las armas, adoraba el combate, jaleaba a sus soldados escoltados por barras y estrellas, aunque cuando algunos regresaban tullidos dejaba que su valentía la arrastraran por las calles de sus ciudades, con muñones mal tapados y el corazón a la vista.
Como los malos eran más malos cada día, cada amanecer inventaban nuevas armas, artilugios para dejar al enemigo impedido, tullido, mutilado, herido, ciego, muerto, extinto.
Llegó el día en que tuvieron tantos frentes abiertos como armas sin estrenar, tantos tanques inaugurados sin uso, tantas bombas sin guerra, que no sabían qué hacer con ellas.
No podían competir ni con los bancos que regalaban al abrir cuenta un lustroso fusil de asalto, ni con fastuosos regalos paternos. Entonces se pusieron a pensar, y pensar, y pensar… y cuando uno piensa siempre encuentra soluciones.
Eureka se dijeron, y decidieron que las armas del ejército fueran para los policías locales, la idea a todos les pareció bien, hasta que se dieron cuenta que en el mundo en el que vivían regalar algo a cambio de nada estaría mal visto.
Siguieron pensando, pensando, y pensando… hasta que uno se dio cuenta que no sólo hay pasado, presente y futuro, también existen los tiempos condicionales y las condiciones. Y así llegaron a la sabia conclusión que regalarían las armas a cambio de que el primer año tenían que utilizarlas.
A todos les pareció una idea genial, y los jefes de policía local celebraron con sus gentes que tenían lustrosos tanques de largos cañones para pasear por sus calles, tanques procedentes de Kabul, de Afganistán, tanques con historias en lugares exóticos que no querrían visitar ni en sus mejores pesadillas.
Fue así como pasó todo.
La fiesta de la calabaza (en mi pueblo sería San Mateo) estaba en su punto de apogeo, con unos cuantos borrachos armando algarabía (en la de mi pueblo es un botellón familiar, y todo el mundo, todo, está beodo a las dos de la tarde) hasta que llegaron ellos con cacharros relucientes y sus trajes nuevos, sus porras a estrenar  y sus bombas sorpresa que hacen llorar cuando estallan. Hubo trifulcas, batallas y batallitas, heridos, detenidos. Falló que hubiera un muerto.
Por eso Paul, cuando se levantó al día siguiente del evento, compró un fusil para su hijo Harry, con munición suficiente para volar una ciudad de dos mil habitantes, para que su hijo, cuando celebrase su primer botellón, pudiera defenderse convenientemente.
Es lo que tiene la mil treinta y tres, un caramelo envenenado para que nadie se mueva en las fotos perfectas que sólo existen en su mundo imaginario.
© Mª Luisa López Cortiñas

Poema (No es mío, es de Isabel Salas)
Gracias. Quejas, sugerencias, llantos lugar de costumbre.

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Mientras no me maten, seguiré matando el viernes.